"Lo que recitas son, Fidentino, mis versos;
pero dichos tan mal que ya parecen tuyos."
http://www.letraslibres.com/revista/convivio/citas-abusivasPor
Gabriel Zaid Con esta entrega, Gabriel Zaid continúa su
análisis de ese subgénero de la literatura que es el arte de citar,
iniciado el mes pasado con "Citas exóticas". La distorsión, el adorno y
la apropiación son sólo algunos ejemplos de esta nueva y deliciosa
clasificación.
1. La queja más frecuente contra las citas abusivas es la
distorsión. Atribuyen al autor original lo que de hecho es creado por el
segundo autor. Los ejemplos son infinitos. Paul F. Boller, Jr. dedica
un libro entero a recoger y catalogar citas abusivas en la prensa
norteamericana de mediados del siglo XX en
Quotemanship: The use and Abuse of Quotations for Polemical and Other Purposes (Southern Methodist University Press, 1967). Pero el segundo autor puede abusar de muchas otras maneras.
2.
Citar para disimular el vacío intelectual, es una forma petulante de
callar, criticada desde la Antigüedad. Sócrates se lo reprocha a
Protágoras
(348):
No me salgas con citas de Simónides,
porque estaríamos como los
hombres incapaces de conversar, que dejan la palabra a la música que
contratan para amenizar sus reuniones. ¿Qué piensas tú? ¿No tienes nada
que decir?
Séneca se lo escribe al discípulo que le pide máximas
de filósofos, para memorizarlas: No te hacen falta. Ya es hora de que
tú mismo digas cosas memorables (
Cartas a Lucilio, 33).
Lichtenberg
dejó entre sus papeles un apunte sarcástico sobre el mismo tema: "No
cesaba de buscar citas: todo lo que leía pasaba de un libro a otro sin
detenerse en su cabeza" (
Aforismos, traducción de Juan Villoro, FCE, p. 189).
3.
También se ha criticado a los que citan a los clásicos para adornarse
(como quizá lo malició el piadoso lector de las citas anteriores).
Cervantes, en el prólogo del Quijote, se excusa de publicarlo "sin
acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como
veo que están otros libros", "llenos de sentencias de Aristóteles, de
Platón y de toda la caterva de filósofos", para que los leyentes tengan
"a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes"; pues
"soy
poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que sé decir
sin ellos".4. Distorsionar, disimular y presumir también
conducen al abuso opuesto: no citar, aprovechando ideas, temas,
tratamientos, recursos, visiones y hasta palabras exactas sin
reconocerlo. Aristófanes, en
Las nubes (551), acusa a Eupolis de
haber plagiado una comedia suya: "Agregó solamente una vieja bien
borracha", que "ya Frinico la había inventado".
Marcial (
Epigramas
1, 38) se burla de un poeta que lo plagia, sin cambio alguno, excepto
la dicción: "Lo que recitas son, Fidentino, mis versos; pero dichos tan
mal que ya parecen tuyos."
5. Aprovechar sin reconocer puede
ser una elegancia obligada por las buenas maneras académicas. En el
punto anterior, por ejemplo, de no haber puesto el número 551, parecería
que estaba citando a la manera clásica, de memoria; y, poniéndolo,
parece que tengo a la vista una edición griega, o bilingüe, o cuando
menos numerada. En realidad, la acusación de plagio y la referencia
exacta las encontré en el
Oxford Classical Dictionary, artículos "Plagiarism" y "Eupolis". Y la edición que cité es la económica versión de
Las once comedias
de Aristófanes (colección Sepan Cuantos de Porrúa, p. 77), muy
recomendable, a pesar de que Ángel María Garibay ha sido acusado de no
saber tanto griego y aprovechar una versión francesa. De la cual no pudo
haber tomado el sabroso lenguaje de teatro populachero, ni los
mexicanismos (
pelado,
tompeate) que tan bien le van a
Aristófanes. Pero todo esto (la información tomada de los diccionarios,
las ediciones populares, los trabajos del mundo no académico) no debe
ser citado, aunque se aproveche. No es elegante.
6. En 1673,
Jacob Thomasius hizo un catálogo de abusos de los eruditos elegantes:
firmar una compilación de textos ajenos con un título engañoso, que
suene a texto del compilador; robarse la idea de un autor y no citarlo; o
citarlo, pero no en el punto decisivo, sino en otro completamente
secundario, para escamotear el robo principal; o adobando lo robado en
una presentación "superior", que sirve para citarlo, pero negativamente:
criticando sus limitaciones, que lo dejan muy por abajo; o, con mayor
audacia, acusándolo de plagio, para adelantarse a su posible acusación y
desacreditarla de antemano (
Dissertatio philosophica de plagio literario citada por Anthony Grafton,
The Footnote: A Curious History, Harvard, 1998, pp. 13-14, 207).
7.
El mismo Grafton, que es profesor de historia en Princeton, describe,
en el primer capítulo, cómo citan los historiadores, para acreditarse y
desacreditar. Por ejemplo, con citas venenosas, que pueden reducirse a
un simple Cf. (
confer, compare lo que dice Fulano). En vez de
presentar y debatir una opinión contraria, lo cual es concederle
importancia, se puede simplemente decir: Ésta es la verdad, aunque otros
no sean capaces de verla. Cf. Fulano.
Si hace falta más,
procede una "scholarly version of assassination", pero muy académica:
algo breve y sanguinario, como "discutable" (los franceses), "oddly
overestimated" (los ingleses), "ganz abwegig" (totalmente desencaminado,
los alemanes).
8. Según Grafton (capítulo 7), la cita como prueba científica es un concepto moderno, que impuso el
Dictionnaire historique et critique
(1696) de Pierre Bayle, un filósofo cartesiano, que documenta y discute
cada una de sus afirmaciones en largas y polémicas notas al pie. Hubo
antecedentes: la cita exacta de la ley era una práctica establecida en
el derecho romano del siglo v; la edición de textos bíblicos anotados al
margen fue inventada por los teólogos del siglo XII; las notas de un
autor a su propio texto aparecen en la Edad Media tardía y el
Renacimiento (pp. 30-32). Y, desde luego, en los tiempos de Bayle ya
existía el uso de la palabra pruebas, que encabezaba una simple lista
bibliográfica al final, pero sin dar la página y el texto que
fundamentan cada afirmación. Integrando todos estos antecedentes, Bayle
estableció en su diccionario un modelo de rigor que fascinó a Voltaire,
Hume, Diderot, Winckelman, Gibbon.
9. Es paradójico que Bayle haya sido cartesiano, porque Descartes, por el contrario, ocultó sus fuentes. En el
Discurso del método
no hay un solo autor citado, aunque Descartes se asume como parte de
una comunidad lectora, de la cual espera opiniones. Sostuvo una activa
correspondencia filosófica (seis de los once volúmenes de sus obras, en
la edición de Adam y Tannery, Vrin, 1996). Es quizá el primer autor en
la historia que concede una entrevista para responder un cuestionario
(el 16 de abril de 1648: Descartes,
Entretien avec Burman, Vrin,
1975). Todo lo cual hace más notable su no citar a nadie, que es una
crítica a la tradición erudita. Su posición es la socrática: No me
vengas con citas de Aristóteles, sin pensar por ti mismo, observar,
hacer experimentos, medir. Tampoco me leas sin criticarme. "Suplico a
los que deseen hacer alguna objeción a mi doctrina que se tomen la
molestia de enviarla por escrito a mi editor" (traducción de Manuel
Machado, también muy recomendable, en la misma Colección Sepan Cuantos,
p. 38).
10. La cita como prueba científica, aunque esté
acompañada de comentarios irreverentes, como en Bayle y sus seguidores,
tiene una nobleza (la tradición crítica, la cultura como conversación)
que ya no se encuentra en la cita como prueba de trámite cumplido para
merecer el pase (a la graduación, la publicación, el ascenso). Hay algo
válido y pedagógico en asegurarse de que los recursos bibliográficos de
cada disciplina se manejen con destreza por todos los participantes.
Pero las citas como credenciales ya no son la cita como prueba
científica.
11. Del abuso de las citas convertidas en
credenciales se llega a un abuso mayor: las credenciales falsas. "Hacer
como que se ha leído lo que no se ha leído sucede con frecuencia. Hay
personas de treinta años que citan en sus obras más libros de los que
pudieron haber leído en varios siglos" (Nicolas de Malebranche,
De la recherche de la vérité, 1674; citado por Antoine Compagnon,
La seconde main ou le travail de la citation, Seuil, 1979, p. 233).
12.
El abuso final (o más reciente) está en la superación posmoderna de
estas preocupaciones: Es un error hablar de distorsiones, plagios ni
refritos, porque todo autor es un segundo autor, todo texto es parte de
un intertexto, no hay nada original, todo lo publicado es un tejido de
citas, alusiones, parodias, homenajes, sin origen ni centro. La muerte
del Creador implica finalmente la muerte del creador, como dijo, más o
menos, Foucault. Lo cual no impide que Foucault y Derrida firmen como
autores de sus libros, defiendan sus derechos autorales, cobren regalías
y sean vistos por sus seguidores como genios originalísimos. En la
práctica, la doctrina se invierte provechosamente: si el creador no
existe, todo está permitido. El segundo autor es tan autor como el
primero, tan original como el primero, con tantos derechos como el
primero.
La manga ancha posmoderna ha servido para legitimar
muchas transformaciones pedestres o abusivas que hoy pasan por creación.
Borges se burló anticipadamente de lo que vendría, al inventar un
personaje (Pierre Menard) que se volvía autor del Quijote por el simple
hecho de transcribirlo. Sin embargo, prosperan los artistas que se lo
toman en serio, y presentan como obra suya el manoseo de tal o cual
cosa.
Paralelamente, hacer estudios semiológicos sobre cómo los
textos se refieren unos a otros y se modifican mutuamente ha dado origen
a toda una industria académica, documentada por Udo J. Hebel en
Intertextuality, Allusion and Quotation: An International Bibliography of Critical Studies (Greenwood, 1989), que no he visto, ni hace falta, para citarlo posmodernamente. ~