XIII
LOS DIEZ LIBROS QUE CONMOVIERON AL IDIOTA LATINOAMERICANO
Como regla general, todo idiota latinoamericano posee una cierta biblioteca política.
El idiota suele ser buen lector, pero, generalmente, de malos libros. No lee de izquierda a derecha, como los occidentales, ni de derecha a izquierda, como los orientales. Se las ha arreglado para leer de izquierda a izquierda. Practica la endogamia y el incesto ideológico. Y, con frecuencia, no es extraño que estas lecturas lo doten de cierto aire de superioridad intelectual.
Quienes no piensan como ellos es porque son víctimas de una especie de estupidez congénita. Soberbia que proviene de la visión dogmática que inevitablemente se va forjando en las mentes de quienes sólo utilizan un lóbulo moral en la formulación de sus juicios críticos. La literatura liberal, conservadora, burguesa, o simplemente contraria a los postulados revolucionarios, les parece una pérdida de tiempo, una muestra de irracionalidad o una simple sarta de mentiras. No vale la pena asomarse a ella.
¿Qué lee nuestro legendario idiota?
Naturalmente, muchas cosas. Infinidad de libros. Sin embargo, es posible examinar sus repletas estanterías y espigar varios títulos emblemáticos que engloban y resumen la sustancia de todos los demás. Lo que sigue a continuación —en orden cronológico no riguroso—pretende precisamente eso: elegir la biblioteca favorita del idiota, de manera que si algún lector de nuestra obra desea incorporarse al bando de la oligofrenia política, en una semana de intensa lectura hasta podrá pronunciar conferencias ante algún auditorio prestigioso, preferiblemente del mundo universitario de Estados Unidos o Europa. Todavía hay gente que se queda boquiabierta cuando escucha estas tonterías.
Una última advertencia: tras la selección de los diez libros que han conmovido a nuestro entrañable idiota, pueden observarse tres categorías en las que estos textos se acoplan y refuerzan. Unos establecen el diagnóstico fatal sobre la democracia, la economía de mercado y los pérfidos valores occidentales; otros dan la pauta y el método violento para destruir los fundamentos del odiado sistema; y los últimos aportan un luminoso proyecto de futuro basado en las generosas y eficientes caracteristísticas del modelo marxista-leninista. Ilusión curiosa, porque en los años en los que el idiota alcanza su mayor esplendor histórico —desde mediados de los cincuenta hasta fines de los ochenta— ya se sabía con bastante claridad que los paraísos del proletariado no eran otra cosa que campos de concentración rodeados de alambre de púa.
La historia me absolverá -Fidel Castro, 1953
Según una muy conocida leyenda —difundida por la propaganda cubana—, se trata del alegato que en su propia defensa hizo Fidel Castro durante el juicio que se le siguió tras el fallido asalto al cuartel Moneada el 26 de julio de 1953.
Quienes no han leído el texto suelen conformarse con la cita de su frase final «condenadme, no importa, la historia me absolverá», afirmación, por cierto, que también hiciera Adolfo Hitler en circunstancias parecidas durante la formación del partido nazi.
Naturalmente, hay cientos de ediciones de la obra, pero para la redacción de esta reseña nos hemos guiado por la segunda de Ediciones Júcar, Gijón, España, de enero de 1978, obsequiosamente prologada por el inefable Ariel Dorfman, de quien hablaremos más adelante, pues él también es autor de uno de los clásicos justamente venerados por nuestros más cultos idiotas latinoamericanos.
Situemos al lector ante la historia real. La madrugada del 26 de julio de 1953 un joven abogado sin experiencia, de sólo veintisiete años, candidato a congresista en las frustradas elecciones de junio de 1952 —abortadas por un golpe militar dado por el general Fulgencio Batista en marzo, tres meses antes de los comicios—, dirige el ataque a dos cuarteles del ejército cubano situados en el extremo oriental de la Isla: Moncada y Bayamo. Sus tropas las integran 165 combatientes inexpertos, mal armados con escopetas de cartucho, rifles calibre 22, pistolas y alguna ametralladora respetable. En el asalto mueren 22 soldados y 8 atacantes —lo que demuestra el
arrojo del grupo capitaneado por Castro—, pero el ejército y la policía de Batista logran controlar la situación, detienen a la mayoría de los revolucionarios, e inmediatamente torturan salvajemente y asesinan a 56 prisioneros indefensos.
Fidel logra huir del lugar con algunos supervivientes y se refugia en las montañas cercanas. Sin embargo, el hambre y la sed lo fuerzan a rendirse. Previamente, el obispo de Santiago, monseñor Pérez Serantes, ha conseguido de Batista la promesa de que se le respetará la vida a Castro y se le someterá a un juicio justo junto al resto de sus compañeros.
En realidad no hay un juicio, sino dos, y ninguno de ellos puede calificarse como «justo». En el primero se permite que Castro, en su condición de abogado, actúe en defensa de sus compañeros, circunstancia que éste aprovecha para atacar muy hábilmente al gobierno y demostrar los crímenes cometidos.
Ante esta situación de descrédito público, y para evitar mayores daños a su disminuido prestigio, declarándolo enfermo, Batista da la orden de juzgar a Castro en el Hospital Civil, a puertas cerradas, ante un Tribunal de Urgencia totalmente dependiente del Poder Ejecutivo. Esto sucede a mediados de octubre de 1953, y frente a ese tribunal Castro improvisa su defensa durante cinco horas. Cuanto allí dijo es lo que se supone que constituye el famoso discurso conocido como La historia me absolverá.
No es cierto. Entre lo que Castro realmente dijo y lo que más tarde se publicó hay un abismo, diferencia que no debe sorprendernos, pues estamos ante una persona que no tiene el menor escrúpulo en reescribir la historia según su conveniencia coyuntural.
Lo que sucedió fue lo siguiente: una vez en la cárcel de Isla de Pinos, a donde fue condenado a quince años por rebelión militar, con toda la paciencia del mundo, Castro escribió una primera versión de su discurso y por medio de Melba Hernández, una compañera de lucha, se la hizo llegar al brillante ensayista Jorge Mañach —también opositor a Batista—, quien le ordenó las ideas y le perfeccionó la sintaxis, dotando al texto de citas eruditas, de latinismos, y hasta de pronombres totalmente extraños a la mayor parte de los cubanos, como sucede con el «os» a que don Jorge, cuya niñez transcurrió en España, era tan aficionado.
Esos Balzac, Dante, Ingenieros, Milton, Locke o Santo Tomás que desfilan por la obra no pertenecen a Castro sino a Mañach, así como las largas citas de Miró Argenter o los poemas de Martí intercalados en medio del alegato. Extremo que no pondrá en duda nadie familiarizado con la oratoria de Castro, popular y efectiva, pero siempre reiterativa, despojada de cultismos y carente de destellos intelectuales apreciables.
No es este libro, pues, lo que realmente Castro dijo en su defensa tras el asalto al Moncada, sino lo que le habría gustado decir si hubiera tenido la prosa de Mañach, aunque las ideas básicas —no la forma en que las expresa— sí le pertenecen totalmente. En todo caso, La historia me absolverá, tal y como se le conoce, no es una deposición ante unos magistrados, sino la presentación ante la sociedad cubana de un político y de un programa de gobierno. Fue, bajo el pretexto de una defensa jurídica, el «lanzamiento» a la vida pública de alguien que, hasta ese momento, era percibido como un mero revoltoso siempre vinculado a hechos violentos.
Al fin y al cabo, ¿qué dijo (o escribó luego) en esta pieza «seudooratoria» el entonces aprendiz de Comandante que lo hace encabezar la pequeña biblioteca del idiota latinoamericano recogida en nuestra obra?
Dice varias cosas: explica, en primer término, las razones de su derrota, justifica la retirada y rendición, y revela lo que pensaba hacer si tomaba los cuarteles: armar a las poblaciones de Santiago y Bayamo para derrotar a Batista en una batalla campal. Luego, desde una perspectiva francamente pequeñoburguesa, define cuál es su clientela política—los pobres, los campesinos, los profesionales, los pequeños comerciantes, nunca los ricos capitalistas—, y enseguida proclama las cinco medidas que hubiera dictado de haber triunfado:
1) Restaurar la Constitución de 1940;
2) Entregar la tierra en propiedad a los agricultores radicados en minifundios;
3) Asignar el treinta por ciento de las utilidades de las empresas a los obreros;
4) Darles una participación mayori-taria en los beneficios del azúcar a los plantadores en detrimento de los dueños de ingenios,
5) Confiscarles los bienes malhabidos a los políticos deshonestos.
Tras este programa electoral disfrazado de discurso forense, Castro coloca sobre el tapete un cuadro de miserias terribles y ofrece un recetario populista para ponerle fin:
nacionalizar industrias, darld un papel primordial al Estado en la gestión económica y desconfiar permanentemente del mercado, de la libertad de empresa y de la ley de la oferta y la demanda. Castro es ya el perfecto protoidiota latinoamericano imbricado en una vieja corriente populista.
Es ese bicho tan latinoamericano que se llama a sí mismo, con mucho orgullo, un «revolucionario». Pero, además, es algo aún mucho más peligroso que pertenece a una muy arraigada y delirante tradición ibérica: Castro es también un arbitrista. Alguien siempre capaz de arbitrar remedios sencillos y expeditos para liquidar instantáneamente los problemas más complejos. A sus veintisiete añitos, sin la menor experiencia laboral —no digamos empresarial o administrativa—, puesto que no había trabajado un minuto en su vida, Castro sabe cómo resolver en un abrir y cerrar de ojos el problema de la vivienda, de la salud, de la industrialización, de la educación, de la alimentación, de la instantánea creación de riquezas. Todo se puede hacer rápida y eficientemente mediante unos cuantos decretos dictados por hombres bondadosos guiados por principios superiores. Castro es un revolucionario, y lo que Cuba y América necesitan son hombres así para sacar al continente de su marasmo centenario.
Cuarenta y tantos años después de aquel falso discurso, es dolorosamente fácil pasear por las calles de una Habana que se derrumba, y comprobar —otra vez— cómo los caminos del infierno suelen estar empedrados de magníficas intenciones.
Las intenciones de los revolucionarios arbitristas.
Por último, tras esta infantil retahila de simplificaciones, medias verdades y solemnes tonterías, Castro termina con una emotiva descripción de la forma en que sus compañeros fueron asesinados y expone los fundamentos de Derecho que justifican y condonan su rebelión ante la tiranía. A estas alturas --finalizando el siglo XX-- sabemos, al fin, que la historia no lo va a absolver, sino, como decía Reynaldo Arenas, lo va a «absorber», pero nuestros idiotas tal vez no se hayan dado cuenta del todo. Aman demasiado los mitos.
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