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El intelectual, ese personaje que se institucionalizó en Francia con ocasión del caso Dreyfus y se instaló en el mundo contemporáneo con el brillo de las estrellas, no deja de ser motivo de titulares y debates. Naturalmente, el intelectual no es simplemente un escritor, un pintor, un historiador, un sociólogo o un filósofo; es cualquiera de ellos pero en actitud de opinador -y juez- universal. Así sigue intacto en Francia (y algo parecido en España), ubicado en la pantalla de la televisión tanto o más que muchos políticos, aunque sin su compromiso. Promocionado como una estrella de teleteatro, se arroga el derecho de cuestionar al sistema que lo hace parte de una farándula glamorosa de la que pocos escapan. No es así en Estados Unidos, donde los grandes medios los ignoran y muy pocos pretenden ser la conciencia universal. Por eso mismo Woody Allen, el más sofisticado de los cineastas norteamericanos, llama la atención en Europa cuando dice que él no es un intelectual, sino alguien que, simplemente, hace películas.
Lo más significativo del intelectual es su intervención constante en el debate público, donde se abren claramente dos categorías distintas: los intelectuales de países comunistas o autoritarios, manipulados orgánicamente por el poder; y los de democracias occidentales, normalmente críticos, enojados con sus países, como bien cuenta Edward Shills, en su clásico Los intelectuales y el poder, que escribió justamente para intentar explicar por qué en Occidente sus más agudos detractores son los que más disfrutan de sus libertades y hasta de sus comodidades. Naturalmente, hay de los otros, los reales, los que no viven pasando gato por liebre, los que siendo filósofos ayudan a razonar, o practicando la sociología aportan datos para entender. Estamos pensando, en el pasado, en Max Weber, Norberto Bobbio o Raymond Aron y en el presente en gente como Giovanni Sartori, Carlos Fuentes o Fernando Savater.
Los comunistas hoy casi no existen. Algunas patéticas excepciones se ven en Cuba, pero su modelo persiste en Latinoamérica, rentado cuando los Gobiernos son populistas, y refugiado en universidades y ONG cuando la situación no les es muy favorable. Desgraciadamente, allí se preservan los viejos dogmatismos de la época de la guerra fría, como la justificación de cualquier dictadura si se autotitula de izquierda, los anacrónicos pujos antiimperialistas o la tendencia permanente a juzgar y estigmatizar al que piensa distinto. El romanticismo cubanista se ha desflecado mucho, pero el inefable chavismo ha vuelto a oxigenar el aliento, porque basta estar contra Estados Unidos para merecer bendiciones.
Por supuesto, la socialdemocracia europea ya no enciende ningún entusiasmo. Los grandes líderes socialistas que hicieron de esa corriente de pensamiento una gran formulación democrática, en los hechos y no en la teoría, no resisten el test de "progresismo". Figuras ya históricas como Mitterrand, Helmut Schmidt o Felipe González, no son evocados nunca. Son apenas "reformistas", ese viejo agravio, hoy muy pasado de moda, que todavía en nuestros debates latinoamericanos cada tanto reaparece.
El tema ha merecido una biblioteca y no se trata de reseñarla. Estas reflexiones están provocadas por la actitud de una parte de los llamados intelectuales rioplatenses a propósito de las visitas que Vargas Llosa hizo a Montevideo este pasado verano austral o hace poco con ocasión de la Feria del Libro de Buenos Aires. En estos casos, los directores de las Bibliotecas Nacionales de Uruguay y Argentina encabezaron la descalificación; el último, incluso, reclamó que se le desinvitara a inaugurar la Feria. Vargas Llosa, notoriamente, es autor de una obra jalonada a lo largo de 50 años, que es un orgullo de la cultura Latinoamérica, y venía -además- de recibir el Premio Nobel. Para esos inteligentes rentados eso no importó: es un hombre de "derecha neoliberal" y en consecuencia debe ser marginado. No interesa tampoco que sea un demócrata, un liberal, pero ha cometido el supremo error de calificar de dictador tanto a Fidel como a Pinochet. Por supuesto, estos directores fueron seguidos de una larga nómina de escritores argentinos y de algún uruguayo, cuyas obras -todas sumadas- no llegan ni a los zócalos de la del ciudadano que quieren proscribir.
Fue un episodio triste. Vargas Llosa lo enfrentó con serenidad y hasta elegancia, como cuando agradeció a la presidenta argentina que le reclamara a su director de Biblioteca que no siguiera con la campaña. Todo es triste, pero no por ello ha de dejarse pasar sin algún subrayado.
El intelectual, ese personaje que se institucionalizó en Francia con ocasión del caso Dreyfus y se instaló en el mundo contemporáneo con el brillo de las estrellas, no deja de ser motivo de titulares y debates. Naturalmente, el intelectual no es simplemente un escritor, un pintor, un historiador, un sociólogo o un filósofo; es cualquiera de ellos pero en actitud de opinador -y juez- universal. Así sigue intacto en Francia (y algo parecido en España), ubicado en la pantalla de la televisión tanto o más que muchos políticos, aunque sin su compromiso. Promocionado como una estrella de teleteatro, se arroga el derecho de cuestionar al sistema que lo hace parte de una farándula glamorosa de la que pocos escapan. No es así en Estados Unidos, donde los grandes medios los ignoran y muy pocos pretenden ser la conciencia universal. Por eso mismo Woody Allen, el más sofisticado de los cineastas norteamericanos, llama la atención en Europa cuando dice que él no es un intelectual, sino alguien que, simplemente, hace películas.
Lo más significativo del intelectual es su intervención constante en el debate público, donde se abren claramente dos categorías distintas: los intelectuales de países comunistas o autoritarios, manipulados orgánicamente por el poder; y los de democracias occidentales, normalmente críticos, enojados con sus países, como bien cuenta Edward Shills, en su clásico Los intelectuales y el poder, que escribió justamente para intentar explicar por qué en Occidente sus más agudos detractores son los que más disfrutan de sus libertades y hasta de sus comodidades. Naturalmente, hay de los otros, los reales, los que no viven pasando gato por liebre, los que siendo filósofos ayudan a razonar, o practicando la sociología aportan datos para entender. Estamos pensando, en el pasado, en Max Weber, Norberto Bobbio o Raymond Aron y en el presente en gente como Giovanni Sartori, Carlos Fuentes o Fernando Savater.
Los comunistas hoy casi no existen. Algunas patéticas excepciones se ven en Cuba, pero su modelo persiste en Latinoamérica, rentado cuando los Gobiernos son populistas, y refugiado en universidades y ONG cuando la situación no les es muy favorable. Desgraciadamente, allí se preservan los viejos dogmatismos de la época de la guerra fría, como la justificación de cualquier dictadura si se autotitula de izquierda, los anacrónicos pujos antiimperialistas o la tendencia permanente a juzgar y estigmatizar al que piensa distinto. El romanticismo cubanista se ha desflecado mucho, pero el inefable chavismo ha vuelto a oxigenar el aliento, porque basta estar contra Estados Unidos para merecer bendiciones.
Por supuesto, la socialdemocracia europea ya no enciende ningún entusiasmo. Los grandes líderes socialistas que hicieron de esa corriente de pensamiento una gran formulación democrática, en los hechos y no en la teoría, no resisten el test de "progresismo". Figuras ya históricas como Mitterrand, Helmut Schmidt o Felipe González, no son evocados nunca. Son apenas "reformistas", ese viejo agravio, hoy muy pasado de moda, que todavía en nuestros debates latinoamericanos cada tanto reaparece.
El tema ha merecido una biblioteca y no se trata de reseñarla. Estas reflexiones están provocadas por la actitud de una parte de los llamados intelectuales rioplatenses a propósito de las visitas que Vargas Llosa hizo a Montevideo este pasado verano austral o hace poco con ocasión de la Feria del Libro de Buenos Aires. En estos casos, los directores de las Bibliotecas Nacionales de Uruguay y Argentina encabezaron la descalificación; el último, incluso, reclamó que se le desinvitara a inaugurar la Feria. Vargas Llosa, notoriamente, es autor de una obra jalonada a lo largo de 50 años, que es un orgullo de la cultura Latinoamérica, y venía -además- de recibir el Premio Nobel. Para esos inteligentes rentados eso no importó: es un hombre de "derecha neoliberal" y en consecuencia debe ser marginado. No interesa tampoco que sea un demócrata, un liberal, pero ha cometido el supremo error de calificar de dictador tanto a Fidel como a Pinochet. Por supuesto, estos directores fueron seguidos de una larga nómina de escritores argentinos y de algún uruguayo, cuyas obras -todas sumadas- no llegan ni a los zócalos de la del ciudadano que quieren proscribir.
Fue un episodio triste. Vargas Llosa lo enfrentó con serenidad y hasta elegancia, como cuando agradeció a la presidenta argentina que le reclamara a su director de Biblioteca que no siguiera con la campaña. Todo es triste, pero no por ello ha de dejarse pasar sin algún subrayado.
Julio María Sanguinetti, expresidente de Uruguay, es abogado y periodista.
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