Por: DANIEL SAMPER OSPINA twitter.com/danielsampero
El primero venía con un ojo golpeado y mi papá, que era bastante conocedor de estos asuntos, por poco lo devuelve. Y eso que para entonces mi papá estaba viejo, apenas podía ver por detrás de sus cataratas. Yo estaba muy nervioso y apenas miraba lo que pasaba a la distancia, sin meterme mucho.
Aparte, porque si me metía mi papá iba a pensar que estaba desconcentrándome, y me hubiera gritado delante de todo el mundo. Era estricto con estas cosas.
Cuando le daba por gritarme le temblaba la verruga esa que tenía en la frente y se le descolgaba un mechón de pelo que él sabía pegarse muy bien con la gomina. Llevaba siete meses diciéndome que lo más importante era estar concentrado, más cuando vas a pisar la arenera por primera vez y hay público mirándote y pendiente de ti. Por eso estaba más bien a la distancia, y ni miraba mientras mi papá le decía al señor del camión que ese viejo estaba bien cuando salió del ancianato, que se había pegado en el ojo en el camión, en alguna curva o algo. Que le tenía que responder.
Yo sé que a mi papá esas cosas lo molestaban mucho porque una vez también nos pasó que había llegado un viejo sangrando por la frente, y estaba muy débil y casi no era capaz de pararse en la arenera.
Se paraba, pero se caía. Y les tocaba a mi hermana o a mi primo Miguel ir a pararlo. Pero se le doblaban las rodillas y se iba para el piso. Y ahí el espectáculo sí se ve feo, se ve cruel.
Porque los viejos llegan bien débiles por los años, pero si están heridos ahí sí que todo se complica. Nadie les saca faena. Mi primo Miguel, que se las sabe todas porque desde que tenía seis años andaba persiguiendo viejos en la pradera, enfrentándolos y sacándoles gusto, dice que cuando las cosas están así, y el viejo viene rasgado en los párpados, que es la herida más común, o con las rodillas engarrotadas, nadie le saca nada. Uno puede pararse frente al viejo, zarandearlo con lentitud, amasarlo en la fusta o en las cuerdas, clavarle el arpón en el costado e irlo doblegando poco a poco.
Pero sacarle una faena, que la gente se entregue, que mi primo se compenetre con el viejo y lo ponga a correr con ritmo y suavidad, y le saque vida cuando ya nadie cree que tenga más, eso sí no se logra. Un anciano herido nunca da tanto.
Yo he visto a mi primo ante mucho ejemplar. Una vez lo vi frente a un caucásico de unos 93 años. Un ejemplar polaco. El viejo era el viejo más débil que yo había visto. Encima, no veía nada, tenía como una costra azul sobre los ojos. Una mierda el pobre viejo. Ya casi no andaba, tenía los huesos carcomidos. Carcomidos de verdad, porque en la enfermería que tiene la arenera, a donde luego los llevan o a donde termina uno si sale herido, yo vi cómo lo abría el médico y me mostraba los huesos. Estaban llenos de huecos, parecían un coral. Eran puro polvo. Con esos huesos, solo alguien como mi primo Miguel era capaz de sacarle algo. Y hay que ver lo que le sacó.
Esa vez, ante el polaco, entendí lo que era la belleza, como decía mi papá. Entendí de qué se trata todo esto. Es que son seres humanos muy viejos los que llegan, como vamos a serlo nosotros, si es que la vida nos deja. Llegan ya semimuertos. Medio enfermos. Sin nada de vida. Y uno los monta a la arenera, y empieza a asediarlos primero con la cuadrilla: los insulta, los rodea, los vuelve a insultar. En este punto el viejo no reacciona duro. Es muy difícil encontrar un viejo que con unos insultos te ataque. Al contrario: ves que le tiemblan los ojos y los labios, pero sabes que eso es más por cobardía que por coraje. O por miedo, porque en esta fase sienten miedo, hay que decirlo todo.
Pero eso pasa pronto. El que sabe de esto sabe cuánto demorarse en la fase de los insultos. Los insultos son apenas para calentar al viejo; para ir rompiéndole la costra esa de su vejez, y ayudarle a que empiece a encontrar al hombre que perdió hace años por allá abajo, detrás de todo ese cascarón, por debajo de toda esa tembladera.
Entonces hay que saber pasar pronto de los insultos al zarandeo. Mi primo Miguel no es amigo de demorarse mucho en el zarandeo. Dice que eso ahoga al viejo. Y que si uno lo hace muy fuerte, y no le ha logrado recuperar el vigor al viejo, lo puede dañar: le puede dañar un omoplato, por ejemplo, o partir la cabeza del fémur, que es una lesión común entre ancianos, y el viejo ya no te va a responder. Se va a quebrar del miedo. No va a ser capaz de reaccionar. Y ahí se te acaba lo que tenía por entregarte, no vas a hacer nada con él: es un anciano herido en plena arenera, no un viejo al que le sacaste vida de donde ya no tenía. Mi papá lo explicaba mucho mejor que yo.
Mi papá sabía hablar muy bien. Decía que nuestro arte consiste en rebullir al joven que todo anciano tiene por dentro; en encontrarle el vigor que perdió para que muera lindo.
Recibes un viejo medio muerto, un vegetal casi.
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Aparte, porque si me metía mi papá iba a pensar que estaba desconcentrándome, y me hubiera gritado delante de todo el mundo. Era estricto con estas cosas.
Cuando le daba por gritarme le temblaba la verruga esa que tenía en la frente y se le descolgaba un mechón de pelo que él sabía pegarse muy bien con la gomina. Llevaba siete meses diciéndome que lo más importante era estar concentrado, más cuando vas a pisar la arenera por primera vez y hay público mirándote y pendiente de ti. Por eso estaba más bien a la distancia, y ni miraba mientras mi papá le decía al señor del camión que ese viejo estaba bien cuando salió del ancianato, que se había pegado en el ojo en el camión, en alguna curva o algo. Que le tenía que responder.
Yo sé que a mi papá esas cosas lo molestaban mucho porque una vez también nos pasó que había llegado un viejo sangrando por la frente, y estaba muy débil y casi no era capaz de pararse en la arenera.
Se paraba, pero se caía. Y les tocaba a mi hermana o a mi primo Miguel ir a pararlo. Pero se le doblaban las rodillas y se iba para el piso. Y ahí el espectáculo sí se ve feo, se ve cruel.
Porque los viejos llegan bien débiles por los años, pero si están heridos ahí sí que todo se complica. Nadie les saca faena. Mi primo Miguel, que se las sabe todas porque desde que tenía seis años andaba persiguiendo viejos en la pradera, enfrentándolos y sacándoles gusto, dice que cuando las cosas están así, y el viejo viene rasgado en los párpados, que es la herida más común, o con las rodillas engarrotadas, nadie le saca nada. Uno puede pararse frente al viejo, zarandearlo con lentitud, amasarlo en la fusta o en las cuerdas, clavarle el arpón en el costado e irlo doblegando poco a poco.
Pero sacarle una faena, que la gente se entregue, que mi primo se compenetre con el viejo y lo ponga a correr con ritmo y suavidad, y le saque vida cuando ya nadie cree que tenga más, eso sí no se logra. Un anciano herido nunca da tanto.
Yo he visto a mi primo ante mucho ejemplar. Una vez lo vi frente a un caucásico de unos 93 años. Un ejemplar polaco. El viejo era el viejo más débil que yo había visto. Encima, no veía nada, tenía como una costra azul sobre los ojos. Una mierda el pobre viejo. Ya casi no andaba, tenía los huesos carcomidos. Carcomidos de verdad, porque en la enfermería que tiene la arenera, a donde luego los llevan o a donde termina uno si sale herido, yo vi cómo lo abría el médico y me mostraba los huesos. Estaban llenos de huecos, parecían un coral. Eran puro polvo. Con esos huesos, solo alguien como mi primo Miguel era capaz de sacarle algo. Y hay que ver lo que le sacó.
Esa vez, ante el polaco, entendí lo que era la belleza, como decía mi papá. Entendí de qué se trata todo esto. Es que son seres humanos muy viejos los que llegan, como vamos a serlo nosotros, si es que la vida nos deja. Llegan ya semimuertos. Medio enfermos. Sin nada de vida. Y uno los monta a la arenera, y empieza a asediarlos primero con la cuadrilla: los insulta, los rodea, los vuelve a insultar. En este punto el viejo no reacciona duro. Es muy difícil encontrar un viejo que con unos insultos te ataque. Al contrario: ves que le tiemblan los ojos y los labios, pero sabes que eso es más por cobardía que por coraje. O por miedo, porque en esta fase sienten miedo, hay que decirlo todo.
Pero eso pasa pronto. El que sabe de esto sabe cuánto demorarse en la fase de los insultos. Los insultos son apenas para calentar al viejo; para ir rompiéndole la costra esa de su vejez, y ayudarle a que empiece a encontrar al hombre que perdió hace años por allá abajo, detrás de todo ese cascarón, por debajo de toda esa tembladera.
Entonces hay que saber pasar pronto de los insultos al zarandeo. Mi primo Miguel no es amigo de demorarse mucho en el zarandeo. Dice que eso ahoga al viejo. Y que si uno lo hace muy fuerte, y no le ha logrado recuperar el vigor al viejo, lo puede dañar: le puede dañar un omoplato, por ejemplo, o partir la cabeza del fémur, que es una lesión común entre ancianos, y el viejo ya no te va a responder. Se va a quebrar del miedo. No va a ser capaz de reaccionar. Y ahí se te acaba lo que tenía por entregarte, no vas a hacer nada con él: es un anciano herido en plena arenera, no un viejo al que le sacaste vida de donde ya no tenía. Mi papá lo explicaba mucho mejor que yo.
Mi papá sabía hablar muy bien. Decía que nuestro arte consiste en rebullir al joven que todo anciano tiene por dentro; en encontrarle el vigor que perdió para que muera lindo.
Recibes un viejo medio muerto, un vegetal casi.
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