En un lugar de la Suiza de Morales, de cuyo nombre aún quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un truhán de los de carroza prestada, casucha con goteras, puertas desvencijadas, almuerzo dormido, cena de pensión y perro flaco...
Tenía en la casa una empleada que pasaba de los sesenta, y una sobrina ninfómana que no llegaba a los quince, y un mozo de campo y plaza, que así lavaba el cacharro como ponía bacinicas bajo las goteras y se encargaba por las noches de la pobre chica.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión fofa, abundante de carnes, rechoncho de rostro, gran transnochador y amigo de la farra...
Es, pues, de saber que este sobredicho huelebragas, los ratos que no estaba ocioso, que eran los menos del año, se daba a leer libros sobre fantasías de féminas, con tanta aflicción y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de su caza y seducción, y aún la administración de sus casas de citas. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas de sus colipoterras para comprar libros de romance rosa en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso la feminista Simona de Buenver, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos de amor libre, cuando en realidad estaba profundamente enamorada del sátrapa de Juan Pablo Carlos Aymardo Sartre, donde en muchas cartas hallaba escrito.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas (a ellas) y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Schlomo Freud, si resucitara para sólo ello. Pero ya sabemos, que al final de tantas décadas analizando a la mujer, que no las entendía,,, -éste tuvo que reconocer.
Tenía en la casa una empleada que pasaba de los sesenta, y una sobrina ninfómana que no llegaba a los quince, y un mozo de campo y plaza, que así lavaba el cacharro como ponía bacinicas bajo las goteras y se encargaba por las noches de la pobre chica.
Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión fofa, abundante de carnes, rechoncho de rostro, gran transnochador y amigo de la farra...
Es, pues, de saber que este sobredicho huelebragas, los ratos que no estaba ocioso, que eran los menos del año, se daba a leer libros sobre fantasías de féminas, con tanta aflicción y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de su caza y seducción, y aún la administración de sus casas de citas. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas de sus colipoterras para comprar libros de romance rosa en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso la feminista Simona de Buenver, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos de amor libre, cuando en realidad estaba profundamente enamorada del sátrapa de Juan Pablo Carlos Aymardo Sartre, donde en muchas cartas hallaba escrito.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas (a ellas) y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Schlomo Freud, si resucitara para sólo ello. Pero ya sabemos, que al final de tantas décadas analizando a la mujer, que no las entendía,,, -éste tuvo que reconocer.
[continuará... si las musas me visitan (o sólo una, que me cure la satiriasis)]
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...
Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza...
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito...
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza...
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito...
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.
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