Capítulo V
De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella
De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella
Salí de la cárcel. Halléme solo y sin los amigos;
aunque me avisaron que iban camino de Sevilla a costa de la caridad, no los
quise seguir.
Determinéme de ir a una posada, donde hallé una moza
rubia y blanca, miradora, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y
salida; zaceaba un poco; tenía miedo a los ratones; preciábase de manos y por
enseñarlas siempre despabilaba las velas, partía la comida en la mesa, en la
iglesia siempre tenía puestas las manos, por las calles iba enseñando siempre
cuál casa era de uno y cuál de otro, en el estrado, de contino tenía un alfiler
que prender en el tocado, si se jugaba a algún juego era siempre el de
pizpirigaña, por ser cosa de mostrar manos. Hacía que bostezaba, adrede, sin
tener gana, por mostrar los dientes y hacer cruces en la boca. Al fin, toda la
casa tenía ya tan manoseada que enfadaba ya a sus mismos padres.
Hospedáronme muy bien en su casa, porque tenían trato
de alquilarla, con muy buena ropa, a tres moradores: fui el uno yo, el otro un
portugués, y un catalán. Hiciéronme muy buena acogida.
A mí no me pareció mal la moza para el deleite, y lo
otro la comodidad de hallármela en casa. Di en poner en ella los ojos;
contábales cuentos que yo tenía estudiados para entretener; traíalas nuevas
aunque nunca las hubiese; servíalas en todo lo que era de balde. Díjelas que
sabía encantamientos y que era nigromante, que haría que pareciese que se hundía
la casa y que se abrasaba, y otras cosas que ellas como buenas creedoras
tragaron. Granjeé una voluntad en todos agradecida, pero no enamorada, que, como
no estaba tan bien vestido como era razón, aunque ya me había mejorado algo de
ropa por medio del alcaide, a quien visitaba siempre, conservando la sangre a
pura carne y pan que le comía, no hacían de mí el caso que era razón.
Di para acreditarme de rico que lo disimulaba, en
enviar a mi casa amigos a buscarme cuando no estaba en ella. Entró uno, el
primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así dije que era mi
nombre (porque los amigos me habían dicho que no era de costa mudarse los
nombres, y que era útil). Al fin, preguntó por don Ramiro, «un hombre de
negocios rico, que hizo agora tres asientos con el Rey». Desconociéronme en esto
las huéspedas y respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más
roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre.
-Ese es -replicó- el que yo digo. Y no quisiera más
renta al servicio de Dios que la que tiene a más de dos mil ducados.
Contóles otros embustes, quedáronse espantadas, y él
las dejó una cédula de cambio fingida, que traía a cobrar en mí, de nueve mil
escudos. Díjoles que me la diesen para que la aceptase, y fuese.
Creyeron la riqueza la niña y la madre y acotáronme
luego para marido. Vine yo con gran disimulación, y en entrando, me dieron la
cédula diciendo:
-Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro.
¿Cómo que nos esconda V. Md. quién es debiéndonos tanta voluntad?
Yo hice como que me había disgustado por el dejar de la
cédula y fuime a mi aposento. Era de ver cómo, en creyendo que tenía dinero, me
decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había tal donaire
como el mío. Yo que las vi tan cebadas declaré mi voluntad a la muchacha y ella
me oyó contentísima, diciéndome mil lisonjas.
Apartámonos; y una noche, para confirmarlas más en mi
riqueza, cerréme en mi aposento, que estaba dividido del suyo con sólo un
tabique muy delgado, y sacando cincuenta escudos estuve contándolos en la mesa
tantas veces que oyeron contar seis mil escudos. Fue esto de verme con tanto
dinero de contado, para ellas, todo lo que yo podía desear, porque dieron en
desvelarse para regalarme y servirme.
El portugués se llamaba o siñor Vasco de Meneses,
caballero de la cartilla, digo de Christus. Traía su capa de luto, botas, cuello
pequeño y mostachos grandes. Ardía por doña Berenguela de Robledo, que así se
llamaba. Enamorábala sentándose a conversación y suspirando más que beata en
sermón de Cuaresma. Cantaba mal, y siempre andaba apuntando con él el catalán,
el cual era la criatura más triste y miserable que Dios crió; comía a tercianas,
de tres a tres días, y el pan tan duro que apenas le pudiera morder un
maldiciente. Pretendía por lo bravo, y si no era el poner huevos, no le faltaba
otra cosa para gallina, porque cacareaba notablemente.
Como vieron los dos que yo iba tan adelante dieron en
decir mal de mí. El portugués decía que era un piojoso, pícaro, desarropado; el
catalán me trataba de cobarde y vil. Yo lo sabía todo y a veces lo oía, pero no
me hallaba con ánimo para responder. Al fin, la moza me hablaba y recibía mis
billetes. Comenzaba por lo ordinario: «Este atrevimiento, su mucha hermosura de
V. Md...»; decía lo de «me abraso», trataba de «penar», ofrecíame por esclavo,
firmaba el corazón con la saeta... Al fin, llegamos a los túes, y yo, para
alimentar más el crédito de mi calidad, salíme de casa y alquilé una mula, y
arrebozado y mudando la voz, vine a la posada y pregunté por mí mismo, diciendo
si vivía allí su merced del señor don Ramiro de Guzmán, señor del Valcerrado y
Villorete.
-Aquí vive -repondió la niña- un caballero de ese
nombre, pequeño de cuerpo.
Y, por las señas, dije yo que era él, y las supliqué
que le dijesen que Diego de Solórzana, su mayordomo que fue de las depositarías,
pasaba a las cobranzas y le había venido a besar las manos. Con esto me fui y
volví a casa de allí a un rato.
Recibiéronme con la mayor alegría del mundo, diciendo
que para qué les tenía escondido el ser señor de Valcerrado y Villorete.
Diéronme el recado. Con esto, la muchacha se remató, codiciosa de marido tan
rico, y trazó de que la fuese a hablar a la una de la noche por un corredor que
caía a un tejado donde estaba la ventana de su aposento.
El diablo, que es agudo en todo, ordenó que venida la
noche, yo deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor, y por pasar desde él
al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano
tan desatinado golpe, que quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las
costillas. Al ruido despertó la media casa, y pensando que eran ladrones (que
son antojadizos de ellos los de este oficio) subieron al tejado. Yo que vi esto
quíseme esconder detrás de una chimenea y fue aumentar la sospecha, porque el
escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a la vista
de mi dama, sin bastarme ninguna diligencia. Mas ella se reía mucho, porque como
yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído
por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya.
Con esto y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno
que ella pensaba que todo era artificio y no acababa de reír.
Comenzó luego a hacer la causa, y porque me sonaron
unas llaves en la faldriquera, dijo y escribió que eran ganzúas y aunque las
vio, sin haber remedio de que no lo fuesen. Díjele que era don Ramiro de Guzmán
y rióse mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama,
y me vi llevar preso sin razón y con mal nombre, no sabía qué hacerme. Hincábame
de rodillas y ni por esas ni por esotras bastaba con el escribano.
Todo esto pasaba en el tejado, que los tales, aun de
las tejas arriba levantan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo y lo
hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina.
Capítulo VI
Prosigue el cuento, con otros varios sucesos
Prosigue el cuento, con otros varios sucesos
No cerré los ojos con toda la noche, considerando mi
desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano, y cuando
me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa,
[echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de
escribano].
Pasé la noche en revolver trazas; unas veces me
determinaba a rogárselo por Jesucristo, y considerando lo que le pasó con ellos
vivo, no me atrevía. Mil veces me quiso desatar, pero sentíame luego y
levantábase a visitarme los nudos, que más velaba él en cómo forjaría el embuste
que yo en mi provecho. Madrugó al amanecer y vistióse a hora que en toda su casa
no había otros levantados sino él y los testimonios. Agarró la correa y tornóme
a repasar las costillas, reprehendiéndome el mal vicio de hurtar como quien tan
bien le sabía.
En esto estábamos, él dándome y yo casi determinado de
darle a él dineros, que es la sangre con que se labran semejantes diamantes,
cuando incitados y forzados de los ruegos de mi querida, que me había visto caer
y apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el
portugués y el catalán, y en viendo el escribano que me hablaban, desenvainando
la pluma, los quiso espetar por cómplices en el proceso.
El portugués no lo pudo sufrir, y tratóle algo mal de
palabra, diciendo que él era un caballero «fidalgo de casa du Rey», y que yo era
un «home muito fidalgo», y que era bellaquería tenerme atado. Comenzóme a
desatar y al punto el escribano clamó: «¡Resistencia!», y dos criados suyos,
entre corchetes y ganapanes, pisaron las capas, deshiciéronse los cuellos, como
lo suelen hacer para representar las puñadas que no ha habido, y pedían favor al
Rey. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quién le
ayudase, dijo:
-¡Voto a Dios que esto no se puede hacer conmigo y que
a no ser Vs. Mds. quien son les podría costar caro! Manden contentar estos
testigos y echen de ver que les sirvo sin interés.
Yo vi luego la letra; saqué ocho reales y díselos y aun
estuve por volverle los palos que me había dado; pero por no confesar que los
había recibido lo dejé y me fui con ellos, dando las gracias de mi libertad y
rescate.
Entré en casa con la cara rozada de puros mojicones y
las espaldas algo mohínas de los varapalos. Reíase el catalán mucho y decía a la
niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras
cornudo apaleado sino tras apaleado cornudo. Tratábame de resuelto y sacudido
por los palos; traíame afrentado con estos equívocos. Si entraba a visitarlos
trataban luego de varear; otras veces de leña y madera. Yo, que me vi corrido y
afrentado, y que ya me iban dando en la flor de lo rico, comencé a trazar de
salirme de casa; y para no pagar comida, cama ni posada, que montaba algunos
reales, y sacar mi hato libre, traté con un licenciado Brandalagas, natural de
Hornillos, y con otros dos amigos suyos, que me viniesen una noche a prender.
Llegaron la señalada y requirieron a la huéspeda que venían de parte del Santo
Oficio y que convenía secreto. Temblaron todas, por lo que yo me había hecho
nigromántico con ellas. Al sacarme a mí callaron; pero al ver sacar el hato
pidieron embargo por la deuda, y respondieron que eran bienes de la Inquisición.
Con esto no chistó alma terrena.
Dejáronles salir y quedaron diciendo que siempre lo
temieron. Contaban al catalán y al portugués lo de aquellos que me venían a
buscar; decían entrambos que eran demonios y que yo tenía familiar. Y cuando les
contaban del dinero que yo había contado, decían que parecía dinero pero no lo
era; de ninguna suerte persuadiéronse a ello.
Yo saqué mi ropa y comida horra. Di traza con los que
me ayudaron de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuellos
grandes y un lacayo en menudos: dos lacayuelos, que entonces era uso. Animáronme
a ello, poniéndome por delante el provecho que se me seguiría de casarme con la
ostentación, a título de rico, y que era cosa que sucedía muchas veces en la
Corte. Y aún añadieron que ellos me encaminarían parte conveniente y que me
estuviese bien, y con algún arcaduz por donde se guiase. Yo, negro codicioso de
pescar mujer, determinéme. Visité no sé cuántas almonedas y compré mi aderezo de
casar. Supe dónde se alquilaban caballos y espetéme en uno el primer día, y no
hallé lacayo.
Salíme a la calle Mayor y púseme enfrente de una tienda
de jaeces, como que concertaba alguno. Llegáronse dos caballeros, cada cual con
su lacayo. Preguntáronme si concertaba uno de plata que tenía en las manos; yo
solté la prosa y con mil cortesías los detuve un rato. En fin, dijeron que se
querían ir al Prado a bureo un poco, y yo, que si no lo tenían a enfado, que los
acompañaría. Dejé dicho al mercader que si viniesen allí mis pajes y un lacayo,
que los encaminase al Prado. Di señas de la librea y metíme entre los dos y
caminamos. Yo iba considerando que a nadie que nos veía era posible el
determinar cúyos eran los lacayos, ni cuál era el que no le llevaba.
Empecé a hablar muy recio de las cañas de Talavera y de
un caballo que tenía porcelana; encarecíales mucho el roldanejo que esperaba de
Córdoba. En topando algún paje, caballo o lacayo, los hacía parar y les
preguntaba cúyo era, y decía de las señales y si le querían vender; hacíale dar
dos vueltas en la calle, y, aunque no la tuviese, le ponía una falta en el freno
y decía lo que había de hacer para remediarlo, y quiso mi ventura que topé
muchas ocasiones de hacer esto. Y porque los otros iban embelesados y, a mi
parecer, diciendo: «¿Quién será este tagarote escuderón?», porque el uno llevaba
un hábito en los pechos, y el otro una cadena de diamantes (que era hábito y
encomienda todo junto), dije yo que andaba en busca de buenos caballos para mí y
a otro primo mío, que entrábamos en unas fiestas.
Llegamos al Prado, y en entrando, saqué el pie del
estribo y puse el talón por defuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada
sobre el hombro y el sombrero en la mano. Mirábanme todos; cuál decía: «Este yo
le he visto a pie»; otro: «Hola, lindo va el buscón». Yo hacía como que no oía
nada, y paseaba.
Llegáronse a un coche de damas los dos, y pidiéronme
que picardease un rato. Dejéles la parte de las mozas y tomé el estribo de madre
y tía. Eran las vejezuelas alegres, la una de cincuenta y la otra punto menos.
Díjeles mil ternezas y oíanme, que no hay mujer, por vieja que sea, que tenga
tantos años como presunción. Prometílas regalos y preguntélas del estado de
aquellas señoras, y respondieron que doncellas, y se les echaba de ver en la
plática. Yo dije lo ordinario: que las viesen colocadas como merecían; y
agradóles mucho la palabra colocadas. Preguntáronme tras esto que en qué me
entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y madre que me
querían casar contra mi voluntad con mujer fea y necia y mal nacida, por el
mucho dote.
-Y yo, señoras, quiero más una mujer limpia en cueros
que una judía poderosa, que por bondad de Dios, mi mayorazgo vale al pie de
cuatro mil ducados de renta, y si salgo con un pleito que traigo en buenos
puntos, no habré menester nada.
Saltó tan presto la tía:
-¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case sino con
su gusto y mujer de casta, que le prometo que con ser yo no muy rica, no he
querido casar mi sobrina, con haberle salido ricos casamientos, por no ser de
calidad. Ella pobre es, que no tiene sino seis mil ducados de dote, pero no debe
nada a nadie en sangre.
-Eso creo muy bien -dije yo.
En esto, las doncellicas remataron la conversación con
pedir algo de merendar a mis amigos:
Mirábase el uno a otro,
y a todos tiembla la barba.
Yo, que vi ocasión, dije que echaba menos mis pajes,
por no tener con quien enviar a casa por unas cajas que tenía. Agradeciéronmelo
y yo las supliqué se fuesen a la Casa del Campo al otro día, y que yo las
enviaría algo fiambre. Aceptaron luego; dijéronme su casa y preguntaron la mía.
Y, con tanto, se apartó el coche, y yo y los compañeros comenzamos a caminar a
casa.
Ellos, que me vieron largo en lo de la merienda,
aficionáronse, y por obligarme me suplicaron cenase con ellos aquella noche.
Híceme algo de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo bajar a buscar mis
criados y jurando de echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era plazo
de cierto martelo y que, así, me diesen licencia. Fuime, quedando concertados de
vernos a la tarde en la Casa del Campo.
Fui a dar el caballo al alquilador, y desde allí a mi
casa. Hallé los compañeros jugando quinolicas. Contéles el caso y el concierto
hecho, y determinamos de enviar la merienda sin falta, y gastar doscientos
reales en ella.
Acostámonos con estas determinaciones. Yo confieso que
no pude dormir en toda la noche con el cuidado de lo que había de hacer con el
dote. Y lo que más me tenía en duda era el hacer de él una casa o darlo a censo,
que no sabía yo cuál sería mejor y de más provecho.
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