La vida del Buscón (o Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños)
Capítulo III
En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel
En que prosigue la misma materia, hasta dar con todos en la cárcel
Entró Merlo Díaz, hecha la pretina una sarta de búcaros
y vidros, los cuales, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, había
agarrado con poco temor de Dios.
Mas sacóle de la puja don Lorenzo del Pedroso,
el cual entró con una capa muy buena, la cual había trocado en una mesa de
trucos a la suya, que no se la cubriera pelo al que la llevó, por ser
desbarbada. Usaba éste quitarse la capa como que quería jugar, y ponerla con las
otras, y luego, como que no hacía partido, iba por su capa y tomaba la que mejor
le parecía y salíase. Usábalo en los juegos de argolla y bolos.
Mas todo fue nada para ver entrar a don Cosme cercado
de muchachos con lamparones, cáncer y lepra, heridos y mancos, el cual se había
hecho ensalmador con unas santiguaduras y oraciones que había aprendido de una
vieja. Ganaba este por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto
debajo de la capa, no sonaba dinero en faldriquera, o no piaban algunos capones,
no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no
ha nacido tal artífice en el mentir; tanto, que aun por descuido no decía
verdad. Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con Deo gracias, decía lo
del «Espíritu Santo sea con todos»... Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario
con unas cuentas frisonas; al descuido hacía que se le viese por debajo de la
capa un trozo de disciplina salpicada con sangre de las narices; hacía creer,
concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina eran ayunos
voluntarios. Contaba tentaciones; en nombrando al demonio, decía «Dios nos libre
y nos guarde»; besaba la tierra al entrar en la iglesia; llamábase indigno; no
levantaba los ojos a las mujeres, pero las faldas sí. Con estas cosas, traía el
pueblo tal, que se encomendaban a él y era como encomendarse al diablo. Porque
él era jugador y lo otro (ciertos los llaman, y por mal nombre fulleros). Juraba
el nombre de Dios unas veces en vano y otras en vacío. Pues en lo que toca a
mujeres, tenía seis hijos y preñadas dos santeras. Al fin, de los mandamientos
de Dios, los que no quebraba hendía.
Vino Polanco haciendo gran ruido, y pidió su saco
pardo, cruz grande, barba larga postiza y campanilla. Andaba de noche de esta
suerte, diciendo: «Acordaos de la muerte, y haced bien para las ánimas...», etc.
Con esto cogía mucha limosna y entrábase en las casas que veía abiertas: si no
había testigos ni estorbo, robaba cuando había; si le topaban, tocaba la
campanilla y decía con una voz que él fingía muy penitente: «Acordaos,
hermanos...», etcétera.
Todas estas trazas de hurtar y modos extraordinarios
conocí, por espacio de un mes, en ellos. Volvamos agora a que les enseñé el
rosario y conté el cuento. Celebraron mucho la traza y recibióle la vieja por su
cuenta y razón para venderle. La cual se iba por las casas diciendo que era de
una doncella pobre y que se deshacía de él para comer. Y ya tenía para cada cosa
su embuste y su trapaza. Lloraba la vieja a cada paso, enclavijaba las manos y
suspiraba de lo amargo, llamaba hijos a todos. Traía encima de muy buena camisa,
jubón, ropa, saya y manteo, un saco de sayal roto, de un amigo ermitaño que
tenía en las cuestas de Alcalá. Ésta gobernaba el hato, aconsejaba y encubría.
Quiso, pues, el diablo, que nunca está ocioso en cosas
tocantes a sus siervos, que yendo a vender no sé qué ropa y otras cosillas a una
casa, conoció uno no sé qué hacienda suya. Trujo un alguacil y agarráronme la
vieja, que se llamaba la madre Labruscas. Confesó luego todo el caso y dijo cómo
vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. Dejóla el alguacil en la
cárcel y vino a casa, y halló en ella a todos mis compañeros y a mí con ellos.
Traía media docena de corchetes, verdugos de a pie, y dio con todo el colegio
buscón en la cárcel, adonde se vio en gran peligro la caballería.
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