de Esteban Echeverría
A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y
la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los
antiguos historiadores españoles de América que deben ser nuestros
prototipos. Tengo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que
callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración,
pasaban por los años de Cristo de 183... Estábamos, a más, en
cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la
Iglesia, adoptando el precepto de Epicteto, sustinte obstine (sufre,
abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a
causa de que la carne es pecaminosa y, como dice el proverbio, busca a
la carne. Y como la Iglesia tiene ab initio y por delegación directa
de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en
manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que
vede lo malo.
Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamientos, sólo traen en días cuaresmales al matadero los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula... y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad, circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sur por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte, como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio —decían—, el fin del mundo está por venir. La cólera divina, rebosando, se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os declararán malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 pesos y los huevos a 4 reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuidades ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derechas al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraban en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a los que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
[Leer el resto]Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamientos, sólo traen en días cuaresmales al matadero los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula... y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.
Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del Alto. El Plata, creciendo embravecido, empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad, circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sur por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte, como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio —decían—, el fin del mundo está por venir. La cólera divina, rebosando, se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros, unitarios impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os declararán malditos.
Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario, debían implorar la misericordia divina.
Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.
Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 pesos y los huevos a 4 reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuidades ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derechas al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No quedó en el matadero ni un solo ratón de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros, inseparables rivales suyos en el matadero, emigraban en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.
Algunos médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a los que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
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Matadero de Buenos Aires-(litogr.de Dulin,1860) |
Considerado el primer cuento de la literatura argentina, “El matadero” circunscribe las
acciones a un espacio geográfico ubicado en la zona intermedia o fronteriza entre la ciudad
y el campo. La dicotomía “civilización y barbarie”, que recorrió la literatura argentina del
siglo XIX, ya aparece en la elección de este ambiente, porque el matadero era el lugar por
donde lo rural —la barbarie, según la visión de algunos intelectuales de la época— penetraba
en la ciudad: las reses eran traídas desde el campo para servir de alimento a la gente
de la ciudad. En ese mundo vivían los pialadores, los matarifes, los descuartizadores, las
achuradoras, las mulatas, que estaban en contacto con las vísceras y la carroña, con la grasa
y con la sangre.
Lo que desencadena la anécdota inicial del relato es la falta de reses en el matadero
de la Convalecencia, debida a las intensas lluvias. Luego de una descripción minuciosa del
ambiente, el relato se detiene en el día en que se reinicia la faena: un toro se escapa y huyepor las calles de la ciudad, un lazo le cercena la cabeza a un niño, un unitario se acerca al
lugar y es torturado y asesinado por los mazorqueros.
Leído desde la perspectiva del Romanticismo, “El matadero” es un relato de denuncia
política y social que muestra hasta qué punto, en esa época, la superación del enfrentamiento
entre unitarios y federales era impensable. Los jóvenes del matadero, entrenados en
el cuchillo y en la pelea, difícilmente podrían ser la cabeza pensante de una nación.
Esta representación del conflicto político propio de la época enfrenta dos mundos: el
del joven unitario y el de la Mazorca, el de la civilización y el de la barbarie, el de la ciudad
y el del campo, el del espíritu y el del materialismo. Esta brutal oposición sólo pudo producir violencia y muerte.
Escrito entre 1838 y 1840, Juan María Gutiérrez lo da a conocer en 1871,
en la Revista del Río de la Plata, precedido de un juicio crítico. "La
Refalosa", composición poética de Hilario Ascasubi que aparece en su
Paulino Lucero, puede considerarse antecedente de El Matadero. En ella,
un mazorquero y degollador amenaza al gaucho Jacinto Cielo con el
martirio que padecen los unitarios, si no se convierte en adepto del
Restaurador. Echeverría escribe en El Matadero: "Un hombre, soldado en
apariencia, [ ... ] cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada
de inmensa popularidad entre los federales ... ".
Definición de la obra:
El tema de la obra es el vejamen que los matarifes, secuaces de Rosas,
le hacen a un joven unitario, víctima de su régimen. Su contenido
muestra un aspecto de la vida porteña en 1839, desde el punto de vista
de un enemigo de la Federación. Ángel José Battistessa ha precisado el
año en que se desarrolla la acción -la Cuaresma de 1839--, de acuerdo
con las referencias al luto que guardan por la muerte de doña
Encarnación Ezcurra de Rosas, esposa del Restaurador, acaecida el 19 de
octubre de 1838, y por las noticias de los periódicos acerca del estado
del tiempo.
Afirma Gutiérrez: "El Matadero fue el campo de ensayo, la cuna y de aquellos gendarmes de cuchillo que sembraban de miedo y de luto todos los lugares hasta donde llegaba la influencia del mandatario irresponsable…Su escrito es una página histórica, un cuadro de costumbres y una protesta que nos honra."
El realismo:
El realismo de Echeverría tiene características románticas; éstas se
advierten en ese juego de oposiciones o claroscuros que presenta la
obra: el unitario es el bien que cae bajo la garra del mal, representado
por ese pueblo sometido a los designios de Rosas. Además, el unitario
lucha por un ideal. Dice Gutiérrez:"El
artista contribuye al estudio de la sociedad cuando estampa en el
lienzo una escena característica, que transportándonos al lugar y a la
época en que pasó, nos hace creer que asistimos a ella y que vivimos con
la vida de sus actores
El ambiente: El Matadero tiene rasgos naturalistas: la descripción del lugar; los animales y las personas que se disputan las achuras; el degüello del niño. La descripción de las costumbres muestra en qué situación económico-social viven funcionarios, mazorqueros, gringos, mulatos y negros. Afirma Gutiérrez que "La casualidad y la desgracia pusieron ante los ojos de Echeverría aquel lugar sui generis de nuestros suburbios donde se mataban las reses para el consumo del mercado, y a manera del anatómico que domina su sensibilidad delante del cadáver, se detuvo a contemplar las escenas que allí se representaban.”
·El personaje: Para Gutiérrez: "La
escena del «salvaje unitario» [ ... ] no es una invención sino una
realidad que más de una vez se repitió en aquella época aciaga.
Respecto al género narrativo
al que pertenece, hay diversas opiniones: se lo considera "cuadro
realista", "cuadro de costumbres nacionales", "cuento, varios cuentos en
uno", "boceto descriptivo", "truculento cuadro", "vigoroso apunte
naturalista" , "obra dramática en tres actos" . La tesis más defendida
caracteriza El Matadero como "cuento" y como "cuadro de costumbres"
Para los críticos El Matadero no es cuento, porque en su trama predomina
la descripción; no es sólo cuadro de costumbres, porque éste sirve para
presentar la realidad y se advierte un intento de interpretarla y de
censurarla; por lo tanto, es también costumbres. La crítica actual
prefiere hablar de una obra de transición: descripción, pero, hacia el
final, prevalece lo narrativo.
Respecto de la estructura de la obra, podemos dividirla en tres partes y una reflexión , cuyo contenido es el siguiente:
PRIMERA PARTE:
· Ubicación temporal de los hechos. Estado del tiempo. Inconvenientes que sufre la población.
Lo que hace principalmente a mi
historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el
Matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en
uno o dos, todos los bueyes de quinteros y aguateros se consumieron en
el abasto de la ciudad. [ ... ] La abstinencia de carne era general en
el pueblo ..
· Decisión del Restaurador
[...]
[...]
Finalmente, la lectura detenida de El Matadero revela la existencia de símbolos. Echeverría censura el régimen político a través de ese lugar y de su gente:
·El Matadero es el país
·la casilla es Buenos Aires
·el juez es Juan Manuel de Rosas
·los matarifes son la Mazorca
·el unitario simboliza a la joven generación argentina
Análisis de El matadero de Esteban Echeverría por Seymour Menton
“El matadero”, uno de los primeros cuentos hispanoamericanos, es una
verdadera obra de arte. A pesar de haber sido escrito en plena época
romántica por el propagador del romanticismo en América y sobre el tema
romántico de la lucha contra la tiranía, este cuento no es
exclusivamente romántico. Mientras su espíritu mordaz y su
anticlericalismo lo ligan al enciclopedismo del siglo xviii, sus
descripciones minuciosas, sus detalles obscenos, sus cuadros
multisensoriales y su diálogo anónimo lleno de formas dialectales
anuncian desde lejos los futuros movimientos literarios del realismo,
del naturalismo, del modernismo y del criollismo. Lo que sí lo
identifica con el romanticismo es el tono exaltado.
Aunque la representación de una dictadura sanguinolenta por un matadero
parece bastante obvia, el cuento se eleva por encima de otras obras
antirrosistas por la articulación ingeniosa de un relato dinámico con
una introducción intelectual. En el primer párrafo, Echeverría adopta
una actitud volteriana para introducir el tema de la carne en cuaresma y
para indicar la complicidad de la Iglesia en los sufrimientos del
pueblo argentino. Inmediatamente después establece los nexos entre la
Iglesia, el matadero y el Gobierno. La descripción de los aguaceros, que
parece una desviación en el cuento, hace eco de la primera oración y
sirve de entrada a la descripción del hambre que asolaba la ciudad.
Una vez en el matadero, el cuento cobra más vida porque el autor se
limita a narrar con exactitud la acción de una sola escena. Las
condiciones generales de la tiranía llegan a precisarse en la matanza de
las reses. El nombre de la mujer difunta de Rosas, doña Encarnación,
aunque es histórico, refuerza la insistencia en lo carnal. Los federales
son representados por la chusma que actúa como un solo personaje. El
croquis del matadero coloca al lector dentro del “circo romano”. Asiste a
la matanza de los animales fijándose en cada detalle. El espectáculo le
choca por los cinco sentidos: la sangre y el sebo de las reses
descuartizadas, los gruñidos de los mastines, los graznidos de las
gaviotas, el niño degollado y los gritos de la chusma embrutecida. Son
doscientas o cuatrocientas fieras acosando a cuarenta y nueve reses.
Aunque el autor distingue a individuos —”dos africanas”, “dos
muchachos”, “un niño”— insiste en la anonimidad de sus personajes para
no romper la imagen de la chusma unida. Además de una sola alusión a un
tal ño Juan, el único actor que lleva nombre es Matasiete, degollador de
toros y de unitarios.
El espíritu dinámico de la escena se refleja en el estilo del autor.
Emplea varios adjetivos de fuerza verbal y una serie de oraciones
compuestas de frases separadas por comas. La insistencia en el
imperfecto prolonga la pesadilla hasta el enfoque en la persecución del
toro donde se usa más el pretérito. Ese episodio, donde sobresale
Matasiete, efectúa la transición del “circo romano” con sus proporciones
épicas a la tortura del unitario, también llevada a cabo principalmente
por Matasiete.
El episodio del unitario arrastrado por las calles, desnudado y atado a
los cuatro pies de la mesa parece restar fuerza a la escena del
matadero. Sin embargo, se justifica artísticamente por el paralelismo
con la muerte del toro y por transcurrir la víspera del Viernes de
Dolores. La muerte violenta del unitario evoca claramente la pasión de
Cristo y hace resaltar aún más la alianza anómala entre la Iglesia y el
federalismo, alianza criticada severamente por el autor desde la primera
página del cuento.
Por la falta de una tradición narrativa en Hispanoamérica, sorprende la
maestría del autor tanto en el concepto de la unidad del cuento como en
la riqueza del idioma.
Para el gusto moderno, el simbolismo puede ser demasiado obvio y la
intervención moralizante del autor importuna, pero esos defectos se
olvidan ante lo genial, lo dinámico y lo conmovedor de la narración.
Ya en esta primera obra maestra de la literatura argentina se nota un
rasgo que va a marcar la historia y la literatura de ese país: su
carácter antipopular. El literato argentino no se identifica con el
pueblo como sus colegas mexicanos, por ejemplo. Es más, se horroriza
ante la chusma y pelea contra los dictadores Rosas y Perón, quienes
derivan su poder del propio pueblo.
FUENTE:SEYMOUR MENTON
El Cuento Hispanoamericano
ANTOLOGÍA CRÍTICO-HISTÓRICA-COLECCIÓN POPULAR
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
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