La clásica
“El bosque era mi hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre trataba de mantenerlo ordenado y limpio. Un día soleado, mientras estaba recogiendo las basuras dejadas por unos turistas sentí unos pasos. Me escondí detrás de un árbol y vi llegar a una niña vestida de una forma muy divertida: toda de rojo y su cabeza cubierta, como si no quisieran que la viesen. Caminaba feliz y comenzó a cortar las flores de nuestro bosque, sin pedir permiso a nadie, quizás ni se le ocurrió que estas flores no le pertenecían. Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quién era, de dónde venía, a dónde iba, a lo que ella me contestó, cantando y bailando, que iba a casa de su abuelita con una canasta para el almuerzo. Me pareció una persona honesta, pero estaba en mi bosque cortando flores. De repente, sin ningún remordimiento, mató a un mosquito que volaba libremente, pues el bosque también era para él. Así que decidí darle una lección y enseñarle lo serio que es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar a maltratar a sus habitantes.
“El bosque era mi hogar. Yo vivía allí y me gustaba mucho. Siempre trataba de mantenerlo ordenado y limpio. Un día soleado, mientras estaba recogiendo las basuras dejadas por unos turistas sentí unos pasos. Me escondí detrás de un árbol y vi llegar a una niña vestida de una forma muy divertida: toda de rojo y su cabeza cubierta, como si no quisieran que la viesen. Caminaba feliz y comenzó a cortar las flores de nuestro bosque, sin pedir permiso a nadie, quizás ni se le ocurrió que estas flores no le pertenecían. Naturalmente, me puse a investigar. Le pregunté quién era, de dónde venía, a dónde iba, a lo que ella me contestó, cantando y bailando, que iba a casa de su abuelita con una canasta para el almuerzo. Me pareció una persona honesta, pero estaba en mi bosque cortando flores. De repente, sin ningún remordimiento, mató a un mosquito que volaba libremente, pues el bosque también era para él. Así que decidí darle una lección y enseñarle lo serio que es meterse en el bosque sin anunciarse antes y comenzar a maltratar a sus habitantes.
La dejé seguir su camino y corrí a la casa de la abuelita. Cuando llegué me abrió la puerta una simpática viejecita. Le expliqué la situación y ella estuvo de acuerdo en que su nieta merecía una lección. La abuelita aceptó permanecer fuera de la vista hasta que yo la llamara y se escondió debajo de la cama.
Cuando llegó la niña la invité a entrar al dormitorio donde yo estaba acostado vestido con la ropa de la abuelita. La niña llegó sonrojada, y me dijo algo desagradable acerca de mis grandes orejas. He sido insultado antes, así que traté de ser amable y le dije que mis grandes orejas eran para oírla mejor.
Ahora bien, la niña me agradaba y traté de prestarle atención, pero ella hizo otra observación insultante acerca de mis ojos saltones. Comprenderán que empecé a sentirme enojado. La niña mostraba una apariencia tierna y agradable, pero comenzaba a caerme antipática. Sin embargo pensé que debía poner la otra mejilla y le dije que mis ojos me ayudaban a verla mejor. Pero su siguiente insulto sí me encolerizó. Siempre he tenido problemas con mis grandes y feos dientes y esa niña hizo un comentario realmente grosero.Reconozco que debí haberme controlado, pero salté de la cama y le gruñí, enseñándole toda mi dentadura y gritándole que era así de grande para comérmela mejor. Ahora, piensen Uds: ningún lobo puede comerse a una niña. Todo el mundo lo sabe. Pero esa niña empezó a correr por toda la habitación gritando mientras yo corría detrás suya tratando de calmarla. Como tenía puesta la ropa de la abuelita y me molestaba para correr me la quité, pero fue mucho peor. La niña gritó aun más. De repente la puerta se abrió y apareció un leñador con un hacha enorme y afilada. Yo lo miré y comprendí que corría peligro, así que salté por la ventana y escapé corriendo.
Me gustaría decirles que éste es el final del cuento, pero desgraciadamente no es así.
La abuelita jamás contó mi parte de la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz de que yo era un lobo malo y peligroso.
Todo el mundo comenzó a evitarme y a odiarme.
Desconozco que le sucedió a esa niña tan antipática y vestida de forma tan rara, pero si les puedo decir que yo nunca pude contar mi versión.
Ahora ya la conocen…”
Adaptación corregida de un texto de © Lief Fearn titulado El Lobo calumniado aparecida en el Educatio Projet de la Sección Británica de A.I. Publicado en el Boletín Informativo: “Educación en Derechos Humanos” nº 8, Septiembre 88.Me gustaría decirles que éste es el final del cuento, pero desgraciadamente no es así.
La abuelita jamás contó mi parte de la historia y no pasó mucho tiempo sin que se corriera la voz de que yo era un lobo malo y peligroso.
Todo el mundo comenzó a evitarme y a odiarme.
Desconozco que le sucedió a esa niña tan antipática y vestida de forma tan rara, pero si les puedo decir que yo nunca pude contar mi versión.
Ahora ya la conocen…”
Versión del lobo enamorado (magistral, Arciniegas!)
Caperucita Roja de Triunfo Arciniegas.
“Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.
Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.
–¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí, era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:
–Quiero regalarte una flor, niña linda.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
–¿Esa flor? No veo por qué.
–Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.
–No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
–Mira mi reguero de lágrimas.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
–¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.
–No me caí.
–Así parece porque no te veo las heridas.
–Las heridas están en mi corazón -dije.
–Eres un imbécil.
Escupió el chicle con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse sin despedirse.
Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. “Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.
–¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
–Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.
–¿Y qué llevas en el canasto?
–Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.
–Corta un pedazo.
Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
–Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado en el camino, quejándome.
Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.
–La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.
Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:
–Cómete a la abuela.
Abrí tamaños ojos.
–Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por qué.
–Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.
Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.”
© Caperucita Roja y otras historias perversas de Arciniegas, Triunfo. © Panamericana. Editorial Ltda.
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