Las ideas de los tres filósofos más destacados del racionalismo –Descartes, Spinoza y Leibniz– acerca de la libertad ilustran perfectamente nuestra tesis. La separación de los defensores de la libertad y no libertad responde a la presuposición o no de un «yo» separado de la naturaleza.
Si ha habido un ejemplo de dualismo claro, que sirve de patrón al que comparar, es el modelo de interacción alma-cuerpo de Descartes (1641/1977). La mente observa el mundo y ejerce una influencia sobre el cuerpo a través de la interacción.
Por un lado, percibimos la existencia de los cuerpos extensos cuya existencia debemos creer, pues dada la suprema bondad de Dios no nos puede enviar ideas falaces de cuerpos que no se dan realmente, aunque no sean éstos como los que percibimos por los sentidos. De otra parte, sentimos placer, dolor, hambre, sed, alegría, tristeza,... Observa Descartes que los diversos órganos de un cuerpo se relacionan con las pasiones del alma: cierta excitación en el estómago se relaciona con el hambre, la sequedad de la garganta se relaciona con la sed, el daño en una parte del cuerpo se relaciona con el dolor, &c. Este cuerpo mío me pertenece realmente, diría Descartes, pues no puedo separarme de él como de los demás cuerpos. Sin embargo, el cuerpo es algo separado de mis afecciones mentales. Lo que yo soy reside en la cosa pensante, en el alma, y puedo concebir ésta aparte del cuerpo porque podemos tener una idea clara de ella. Es indivisible, al contrario que los objetos extensos, y su unicidad es el «yo».
En este modelo mente y cuerpo se interaccionan mutuamente. De hecho, Descartes propone situar el punto de contacto del cuerpo y el alma en el cerebro, más concretamente en la glándula pineal. La mente puede mandar órdenes al cuerpo desde su voluntad y recibir sensaciones de éste. De este modo, se hace posible la libertad humana a través de una dirección del cuerpo por parte del alma.
Spinoza es otro de los filósofos excepcionales que ha tomado parte en la discusión, y se manifestó en contra de la libertad tal como la entendemos aquí. «Los hombres creen ser libres sólo a causa de que son conscientes de sus acciones, e ignorantes de las causas que las determinan, y, además, porque las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos, y varían según la diversa disposición del cuerpo, pues cada cual se comporta según su afecto(...) quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos» (Spinoza, 1677/1987, parte III, prop. II, escolio).
El alma y el cuerpo son una misma cosa que se concibe ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión. «Las decisiones del alma no son otra cosa que los apetitos mismos, y varían según la diversa disposición del cuerpo» (ibid., parte II, prop. II, escolio). «No hay en el alma ninguna voluntad absoluta o libre, sino que el alma es determinada a querer esto o aquello por una causa, que también es determinada por otra, y así hasta el infinito» (ibid., parte II, prop. XLVIII). Nuestros afectos, nuestros pensamientos, nuestros actos ocurren de modo necesario. El ser humano no es un imperio aparte del resto de la naturaleza sino que está inmerso en la misma.
Spinoza contraría a Descartes al no permitir que brote del alma hacia el cuerpo ningún deseo que no haya sido influido previamente por el cuerpo arrastrado por una causalidad determinista, un destino necesario.
Sin embargo, Spinoza ha de manifestar que el hombre es libre según otro modo de entender la libertad. Se es libre en cuanto se sigue al dictamen de la razón, por el conocimiento racional de la necesidad a que se ve sometida la naturaleza y nosotros mismos, el modo necesario con que están concatenados nuestros actos. La voluntad y el entendimiento son uno y lo mismo (ibid., parte II, prop. XLIX, Corolario). Un amor a Dios, expresado al modo peculiar de Spinoza, y al modo especial que tiene Spinoza de entender a Dios, es a lo que se reduce nuestra auténtica libertad, aquélla que no nos viene dada por ser lo que somos sino que debe ser buscada.
Leibniz (Leibniz, ed. 1990) define una libertad que está totalmente determinada, aunque no de modo necesario porque según él lo contrario sería posible; no lo es en modo absoluto pero sí sería posible en un modo hipotético, la elección tiene siempre sus razones que inclinan sin que ello conlleve una necesidad. La libertad se alcanza cuanto más coincide nuestro obrar con las perfecciones de nuestra propia naturaleza, o sea, según él, siguiendo la razón. Dios está obligado por su propia naturaleza a hacer el bien y así mismo nosotros estamos determinados, pero la acción contraria a lo que hacemos no es imposible. «Contentémonos, pues, con una libertad deseable y próxima a la de Dios, la cual nos predispone a escoger y obrar bien, y no pretendamos esa libertad penosa, por no decir quimérica, de hallarse sumido en la incertidumbre y en un perpetuo atolladero» (Leibniz, ed. 1990, p.209).
El fatalismo de Leibniz es menos acusado que el de Spinoza, al hacer esas distinciones entre distintas necesidades. En Leibniz, la libertad es sabiduría y potencia, esa potencia de poder obrar de otro modo –es decir, no entrar en contradicción– aunque estemos determinados a no hacerlo. Estas potencia y sabiduría constituyen una definición de libertad ajena a la que hemos propuesto del libre albedrío. Tanto en el segundo modo de entender la libertad de Spinoza como en Leibniz se habla de que la servidumbre, la esclavitud a las cosas externas, viene cuando se obra en función de las pasiones; y que la libertad, la auténtica libertad que ellos definen, la encuentra aquél que razona y conoce su auténtica naturaleza determinística, aunque su obrar y pensar estén determinados. Esta acepción de libertad dista bastante de ser la que se conoce con la palabra «libertad» usualmente, tal como definimos en la primera sección. Es la virtud de los seres racionales, pero no una libertad propiamente dicha. Por lo tanto, en cuanto a la concepción que nosotros manejamos de libertad, Spinoza y Leibniz la negarían desde un determinismo.
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